El mármol - César Aira - ebook

El mármol ebook

César Aira

0,0

Opis

A falta de cambio, el cajero de un supermercado chino le ofrece al protagonista de esta novela que elija entre un montón de naderías. Resignado, el hombre manotea al azar unas pilas chinas, un ojo de goma con luz, una tabla de proteínas, una hebilla dorada, una cucharita lupa, un anillo de plástico y una cámara fotográfica del tamaño de un dado. Ignora que al salir lo espera una aventura, y que a esos objetos que cree inútiles podrá darles una función insólita en cada capítulo de sus andanzas. Las novelas de César Aira convocan a un lector dispuesto a jugar con él el juego de la improvisación. Con la irreverencia de un niño y la inocencia de un artista genial, Aira consigue lo imposible: crear la sensación de que lo que cuenta va naciendo, frase a frase, en el puro presente del lector. Heredero de las vanguardias del siglo XX, César Aira encontró en sus procedimientos un atajo hacia la fuente primordial de la narración y, con más de sesenta novelas publicadas, ha creado una obra entregada al riesgo y tocada por la gracia de una rara libertad.

Ebooka przeczytasz w aplikacjach Legimi na:

Androidzie
iOS
czytnikach certyfikowanych
przez Legimi
Windows
10
Windows
Phone

Liczba stron: 143

Odsłuch ebooka (TTS) dostepny w abonamencie „ebooki+audiobooki bez limitu” w aplikacjach Legimi na:

Androidzie
iOS
Oceny
0,0
0
0
0
0
0



I

CUANDO ME BAJÉ LOS PANTALONES incliné la cabeza y miré mis piernas, los genitales, los muslos, un conjunto tridimensional, sólido, algo levantado por presión de la superficie sobre la que estaba sentado. La visión tuvo algo de sorpresa, de gratificación. No es que me hubiera olvidado de la existencia de mi cuerpo, ni que la hubiera negado. Pero no la había tenido presente en todo el día, y quizás hacía varios días que no la llevaba a la conciencia, ocupada en problemas, obligaciones, distracciones, en todas las tareas grandes o pequeñas a que nos obliga lo cotidiano. Y de pronto… ahí estaban, mis miembros de placer y de locomoción, sanos y en forma, recordándome que como estaban ellos estaban también los pies que no veía en ese momento y el pecho y los brazos y la cabeza y todos los órganos internos, y hasta los ojos que veían… Me recordaban que lo animal en mí seguía vivo, lo biológico, la representación individual de la especie; un recordatorio de potencia de acción, una promesa de tiempo y movimiento. Fue una visión fugaz; no me demoré contemplando lo que conocía tan bien: fue el primer instante el que contó, y la sensación de íntima felicidad que persistió, sin una causa explícita, sin mucha justificación, pero persistió. Basta tan poco para alzarnos por encima del trabajo trivial y absorbente de negociar el día-a-día.

Como digo, fue un instante. Me demoré en relatarlo y explicarlo, y ahora que lo he hecho descubro que no puedo recordar en qué circunstancia me bajé los pantalones. Estoy seguro de que es uno de esos olvidos momentáneos, que se resisten obstinadamente al recuerdo cuando uno trata de forzar la memoria, pero ceden a él un rato después, de forma tan inexplicable e inmotivada como se produjeron. Así que espero, con la pluma suspendida a unos centímetros del papel… Pero no, no viene. Supongo que es porque estoy tratando de recordar, y la clave está en no tratar, olvidarse. Olvidarse para recordar. Tendré que esperar un rato, pensando en otra cosa, y entonces sí volverá, claro y entero, acompañado de una sonrisa, o una risita secreta, disipado ese pequeño vacío y restituida la integridad de los hechos.

Pero descubro que no puedo, por ahora, olvidarme y pensar en otra cosa. En todo caso, lo dejo para más tarde. Ahora no puedo porque me asalta (y quiero dejarme asaltar por ella: quiero disfrutarla) una infinita perplejidad ante la naturaleza del hecho. ¿Cómo pudo ser que yo me haya sacado los pantalones fuera de mi casa, en pleno día…? Estas dos últimas circunstancias las sé porque van unidas a la visión en sí, la que me quedó impresa: la luz era diurna, no artificial, venía del cielo; y definitivamente no estaba en mi casa… ¿Entonces? El enigma se ahonda. Uno puede olvidarse dónde o cuándo estornudó, o vio un perro Chow Chow, o hizo o le pasó cualquier otra cosa intrascendente. Pero bajarse los pantalones no es algo que se confunda con el fluir de actividades y percepciones, no es algo que pase inadvertido ni para los demás ni para uno mismo.

Trato de exprimir más datos de la única visión o el único momento que me quedó. (Mi pluma volvió a posarse en el papel hace rato. Renuncié a la espera pasiva.) Trato de encontrar el hilo que me lleve al recuerdo. Un solo dato, el mínimo, bastaría… Pero el único dato que logro sacar de la galera no podría ser más intrigante: yo estaba sentado, al sacarme los pantalones, sobre un mármol.

¿Un mármol? Mi desconcierto llega al máximo. No tengo dudas de que era mármol porque el mármol, o al menos la palabra, quedó adherido, no sé por qué, a la sensación original. No tiene nada que ver con la felicidad que me produjo esta, pero ahí está: mármol.

A todo esto, la sensación dichosa con la que empecé no se extingue. No la apaga el olvido, obstinado en no restituirme la ocasión del hecho; tampoco la desluce el enigma del mármol. Al contrario, el mármol le da un toque de extrañeza, de lujo exótico, de una cierta monumentalidad antigua. Viene a sumarse a una perplejidad que en sí misma es gratificante. Yo que no hago más que quejarme de lo aburrida y gris que es mi vida, de pronto me veo frente a un episodio atrevido y memorable, casi una aventura. No se me escapa que pudo ser algo banal, o hasta sórdido y deprimente. Existe esa posibilidad, si bien no le doy mucho crédito a priori, tan tímido y pacato me sé. Pero gracias a ese oportuno blanco en la memoria puedo conservar la incertidumbre en la que se aloja lo novelesco y legendario. Ahí está lo precioso de este segundo momento, y su fragilidad: de pronto, seguramente en unos instantes, se hará el recuerdo, todo se pondrá en su lugar, el mármol quedará explicado y la visión feliz de mis piernas desnudas, puesta en contexto, será apenas una de esas pequeñas alegrías inmotivadas que se dan en la vida, aun en vidas tan poco interesantes como la mía.

De modo que, en realidad, no quiero recordar. Lo que hace un momento me parecía que merecía un esfuerzo ahora me parece que merece un esfuerzo en contra. Quiero pensar en otra cosa, para preservar el olvido; pero recuerdo que lo más eficaz para traer algo a la memoria es no esforzarse en recordarlo sino pensar en otra cosa. De cualquier modo no puedo evitarlo porque me viene a la cabeza algo más. Me pregunto por qué quise dejar registrado por escrito el momento original. Trato de reconstruir la decisión. Aunque no importa si no puedo reconstruirla (no vale la pena molestarse) porque la decisión puedo volver a tomarla, y seguramente lo haré en los mismos términos, ya que sigo siendo el mismo que cuando me senté a escribir.

Quise preservar, poniéndola en negro sobre blanco, una felicidad que por mínima e inmotivada no habría tenido, de otro modo, en qué apoyarse.

II

PERO SUCEDE QUE REALMENTE PUEDO PENSAR EN OTRA COSA, porque de pronto se me ocurre algo intrigante… Intrigante en sí mismo, y también en su relación con lo que me estaba preocupando hasta aquí: el mármol. Es algo que he tenido dando vueltas en mi pensamiento desde ayer, y ha hecho volar mis ideas por cielos tan distantes que, quizás, fue lo que causó la feliz sorpresa de constatar la persistencia de mi volumen animal. Fue como volver, inesperadamente, de lo abstracto a lo concreto, de lo exótico e inexplicable a lo más íntimo y cotidiano, y darse cuenta de que por lejos que vaya el pensamiento el cuerpo y sus atributos siguen ahí, donde estuvieron siempre. Y el vehículo para este largo viaje instantáneo de regreso fue el mármol, si no la piedra así llamada la palabra que la nombra, “mármol”.

Me pasó ayer, como dije; no fue del todo una novedad porque ya me lo había contado mi esposa, y una vecina, y yo además lo sabía por haberlo oído o leído en alguna parte. Y hasta creo que me había pasado a mí mismo, pero no había terminado de registrarlo, o no me había pasado en todo su desarrollo, como ayer. Fue en el supermercado chino que hay en la esquina de casa. Hice una compra, pagué en la caja con dos billetes de veinte y esperé el cambio. El importe lo miré en la pantalla de la registradora, porque si esperaba a que me lo dijera el cajero estaba perdido. Si lo dicen no se les entiende, y como saben que nadie les entiende, y la cantidad aparece en grandes números en la pantalla, no se molestan en decirlo, todo lo más señalan desganadamente los números con un dedo. El cajero era un chino robusto y estólido. La tan mentada “cortesía china” debe de ser un mito, o la emplean solo entre ellos, porque entre nosotros exhiben una apabullante falta de modales. No creo que se pueda decir que se debe a que los chinos que emigran a Sudamérica a poner supermercados pertenecen a una clase comercial baja y pragmática, exenta de las normas culturales de su nación. Nunca podrán hacerme creer eso, al menos mientras yo siga siendo argentino. Un hombre siempre representa a su nación, quiera o no quiera.

La cantidad que indicaba la pantalla era muy precisa y caprichosa, una de esas cantidades que uno se pregunta de dónde salen, y salen de la suma de dos o tres o cuatro cantidades cualesquiera. Era inferior a los cuarenta pesos con los que yo pagaba. No recuerdo cuál era exactamente, pero supongamos que fuera de treinta y seis con cuarenta. Había que dar vuelto, y surgía el eterno problema del cambio. A eso ya estamos tan acostumbrados que ni siquiera nos damos cuenta de que hay un problema. Nadie tiene cambio, y si lo tiene no quiere darlo. Yo entro en las generales de la ley, así que no me quejo.

El chino dijo algo que sonaba como “¿uno cincuenta?, ¿dos?”. Tan defectuosa era la pronunciación que podía haber sido cualquier otra cosa. Era el pedido consabido de cambio, ya casi ritual. Negué con la cabeza, sin molestarme en entender. El chino abrió la caja y miró adentro. En los compartimentos metálicos había unos pocos billetes, y algunas monedas. En realidad esos supermercados tienen bastante movimiento, a pesar de su atmósfera desolada. Pero vacían las cajas cada hora o dos horas, llevan la plata a algún escondite, dejan apenas lo necesario para dar el vuelto, de modo de prevenirse contra los robos, que son frecuentes.

No debería haber sido tan difícil; en un país civilizado esas cosas no pasaban: si el monto de la compra hubiera sido, como puse por ejemplo hipotético, de treinta y seis con cuarenta, el vuelto sobre los cuarenta pesos habría sido de tres con sesenta. El chino sacó un billete de dos, y era el último que tenía: ese compartimento quedó vacío. Revolvió las monedas, que estaban mezcladas. Encontró una sola de cincuenta centavos, las demás eran de diez y de cinco; cuando se puso a contarlas resultó que eran casi todas de cinco. Pensé que me daría un puñado de moneditas que no me servían de nada y me harían un bulto en el bolsillo y producirían un ridículo tintineo que anunciaría mi presencia dondequiera que fuera. No pude reprimir un gesto de fastidio, y él debió de percibirlo aunque no me estaba mirando, porque dejó caer las monedas otra vez en la caja y me mostró el billete de dos y la moneda de cincuenta, lo único presentable que tenía. Faltaba algo. Siguiendo con mi ejemplo, faltarían solo un peso con diez centavos. Yo podría haberme marchado renunciando a esa modesta cantidad, que no iba a cambiarme la vida, pero para eso se habría necesitado una voluntad y una decisión que nunca tengo cuando entro a un supermercado chino; me sentía pasivo, sujeto a los hechos, así que esperé. Me dijo la cifra de lo que faltaba darme, con su dicción semiincomprensible. Había sacado la cuenta mentalmente, en segundos. En eso al menos no vi motivos para retacearle mi admiración. Primero había calculado cuánto vuelto tenía que darme de mis cuarenta pesos, y después cuánto faltaba restados los dos con cincuenta que tenía en la mano. Yo habría necesitado lápiz y papel, concentración y tiempo. Y aun así me habría dado trabajo. Estoy seguro de que yo habría tenido que hacer las cuentas dos veces, para asegurarme. Pero es cierto que no tengo práctica, porque nunca he ejercido el comercio.

Entonces, alterando levemente su gesto de indiferencia hosca, me señaló la percha múltiple de objetos pequeños que se alzaba en la punta del mostrador de la caja. Tardé un momento en entender, pero no mucho porque ya me había pasado antes, y es parte del nuevo folklore que ha florecido al impulso de las dificultades que enfrenta el comercio minorista con la cuestión del cambio: se completan las pequeñas cantidades residuales con artículos de bajo precio. La costumbre se inició en los quioscos, remplazando la última moneda faltante del vuelto con un caramelo, y en la medida en que el problema crecía y el público se hacía más reticente a aceptar caramelos que no tenía ganas de comer, se agregaron otros productos. Yo no había prestado mucha atención al proceso; ignoraba la extensión que había alcanzado; de ahí mi sorpresa al ver la profusión de objetos distintos que ahora me daba a elegir el chino. Por lo visto se había creado toda una industria de las cosas pequeñas y de poco o poquísimo valor.

De hecho, había demasiado. Una selva colgante en miniatura asaltaba la vista con una mercadería de Liliput, difícil de discernir a pesar de, o a causa de, sus colores vivos y las letras y dibujos de sus blísters. Las leyes no escritas del juego exigían que se eligiera rápido, sin pensar. Las señoras que esperaban detrás de mí en la cola tenían un potencial amenazante, y aun sin ellas la operación de la caja era veloz por naturaleza. Eso debía de estar calculado, una pequeña trampa más para que el cliente se llevara cualquier chuchería inútil, con tal de terminar el trámite. Pero también estaba ahí la gracia del asunto, lo que lo volvía instantáneo, sorpresivo, y un poco mágico.

Estiré la mano, antes de empezar siquiera a decidirme. La suerte me favoreció, porque vi unas pilas AAA y recordé que había estado pensando en cambiar las del control remoto del televisor, que andaba bastante remolón. Estas eran pilas chinas, bastante sospechosas con sus paisajes pintados para mirar con lupa, pero no me importó porque me daba la impresión de estar llevándolas gratis. Las tomé, metiendo los dedos entre racimos de muñequitos, pastilleros de nácar, zapatos de muñeca, hojitas de afeitar y cápsulas de perfumes franceses falsificados. No sé cómo no tiré nada, pero las agarré y se las mostré al chino. Al instante me dijo algo; creí entender “uno sesenta” (o lo imaginé, asociándolo con “uno se sienta”… a mirar televisión). Pero si era “uno sesenta”, es decir un peso con sesenta centavos, me había pasado del peso con diez que él me debía (siempre sobre la base del ejemplo que di); como hizo un ademán en dirección a los objetos pequeños, supuse que había dicho “sesenta”, es decir sesenta centavos… ¿Tan baratas eran las pilas? No me dio tiempo a pensarlo; yo también tenía prisa por terminar. Si las pilas costaban sesenta centavos, seguía debiéndome cincuenta y yo debía llevarme algo más. Estaba la posibilidad de que “sesenta” era lo que faltaba completar, en cuyo caso las pilas costaban cincuenta centavos; esta ambigüedad se mantuvo a lo largo de toda la escena.

Volví a tomar algo, ahora sí al azar. Era un ojo de goma, que al apretarlo desprendía una débil luminosidad roja; un juguete chino, seguramente, aunque era raro que le hubieran pintado el iris celeste, y que la luz que desprendía fuera roja, como si representara el ojo de un inglés borracho. Lo tomé pensando que algo de funcionamiento tan sofisticado (en mi infancia eso habría parecido de ciencia ficción) sería caro, y saldaría el resto, si es que no se pasaba. Me equivoqué. La industria hoy, sobre todo la china, hace masivamente objetos que incorporan mucha tecnología pero no valen nada; este ojo debía de ser extremadamente barato, y además el cajero era honesto (más que honesto: escrupuloso), porque bien podría haber dado por liquidada la operación y yo me habría ido sin más. Pero soltó un nuevo número, que sonó a “treinta”, aunque podría haber sido otro, y se quedó esperando a que yo sacara otra de esas naderías. Probablemente la clientela habitual en esos casos las tomaba de a varias; quizás yo había cometido un error al tomarlas de a una, pero ahora que lo había hecho no tenía más remedio que seguir así, sobre todo porque pensé que con una más ya llegábamos. Descolgué cualquier cosa, lo que primero tocó mi mano: era una tabla de proteínas.

El chino: “quince”. (¿O decía otra cosa?)

Yo ya había perdido la cuenta. Debían de faltar centavos. Pero me pareció descortés interrumpir la operación, que debía de ser una forma de la cortesía china, al fin de cuentas.

Volví a dejar actuar el azar; si la suerte me favorecía podía acertar con el objeto que costara exactamente la cantidad necesaria para cerrar la cuenta. La suerte actúa con el azar, no con la determinación. Tomé algo sin mirar: una hebilla dorada.

“Dos”. (¿O “doce”? Quién sabe.)